Actualmente en nuestra sociedad se supone que el juego es algo meramente infantil, una breve etapa que ha de superarse hacia el fin último que es la vida adulta. Desde esta perspectiva aceptada, el juego se ha entendido como algo inútil, un derroche de tiempo y energía, algo inclasificable e incomprensible una vez fuera del entorno estanco de la niñez. Paralelamente al proceso de deshumanización practicado por el capitalismo a todos los niveles de la vida de los adultos, la infancia ha sufrido su propia colonización y parcelación tras la cual cada niño que habita en el mundo desarrollado tiene que aprender a planificar su vida alternando los momentos de formación y los meramente lúdicos. La fragmentación de la vida infantil se ha realizado a través de las instituciones más obvias como las guarderías y colegios donde se separa a los niños de sus padres y se les alecciona en los conocimientos más útiles para la sociedad (siendo la primera lección “la finitud del apego familiar y el abandono”). Pero, como buena pieza del engranaje del sistema, el niño es absorbido y utilizado a través de la producción de infinidad de objetos de consumo muy especializados que van desde los sofisticados alimentos en los que se acumulan una variedad asombrosa de nutrientes y vitaminas hasta la ropa o los juguetes cuya multitud y pequeñas variaciones resulta aterradoramente infinita. En definitiva, cada uno de los instantes de las vidas de nuestros niños se encuentra tan mercantilizado, especializado y fragmentado como el del adulto en un proceso cuyas consecuencias podemos claramente imaginar.
A pesar del totalitarismo del mercado, basta una mirada rápida a una plaza atestada de niños para comprobar fácilmente cómo los juegos infantiles permanecen iguales en sus manifestaciones más espontáneas, sobreviviendo a los artefactos y juguetes que los propios niños arrastran, que entorpecen las carreras y que generan envidias y celos constantes entre ellos. Son los propios padres quienes se empeñan en embotar la capacidad imaginativa de sus hijos, pues acaban considerando que lo deseable de un niño es que éste permanezca ensimismado en un juego el máximo tiempo posible, eliminando cualquier contacto con los adultos más allá de los cuidados básicos. De este modo, las celebraciones se han convertido en oportunidades de acumular montañas de regalos en una competición entre aquellos juegos que tratan de enseñar habilidades, conocimientos o roles y aquellos otros que fascinan a los críos a través de las imágenes y videojuegos. En estos dos polos se conjugan todas las posibilidades lúdicas de nuestra infancia: por un lado, los juegos entendidos como un mero entretenimiento evasivo en los que se combinan diferentes instrumentos banalizadores de la imaginación como las películas o los videojuegos y, por otro lado, aquellos que deben preparar al niño a convertirse en el adulto de mañana, es decir, los juegos supuestamente educativos y el combinado imbatible de muñeca/balón.
En este sentido, hay padres que se devanan los sesos con sus mejores intenciones buscando el nuevo instrumento para la estimulación temprana de la capacidad cognitiva del bebé y que consiste, por ejemplo, en un puñado de etiquetas de tela cosidas que garantizan la exploración sensorial. Pues parece que no se puede perder ni un segundo para conseguir que nuestro hijo desarrolle todas sus potencialidades y moldearlo cual flexible plastilina hasta que alcance el coeficiente intelectual de Einstein. Y por eso, además, nuestro tiempo con él ha de convertirse en tiempo de calidad, esa compensación psicológica que jamás podrá adormecer los remordimientos por abandonarlo diariamente en la guardería mientras trabajamos. Nos podemos imaginar perfectamente a ese padre obsequioso que ha conseguido arañar un rato al trabajo para sentarse en el sofá con su niño, tratando de jugar a las nueve de la noche con un bebé agotado y llorón. Hay otros padres que le regalan a su hijo el balón para que vaya apuntando hacia un futuro exitoso y a ese balón le suman la equipación original, la mochila, el reloj-despertador, las sábanas de la cama y las babuchas hasta conseguir acorralar al crío con su idolatrado club de fútbol. Y tampoco podemos olvidar que cuando una niña viste a su muñeca y la pasea en un carrito se está preparando como madre y aprendiendo el duro peso de la responsabilidad. Sea como sea, todos ellos esperan que sus tiernos infantes sean mañana un premio Nobel o Ana Obregón y orientan los juegos a la consecución de un objetivo.
A este ejercicio de expropiación del juego, de planificación y diseño constante de cada momento de los niños hay que añadir una explotación mercantil más con la adoración a las marcas a través de los personajes de dibujos animados o de equipos de futbol: Bob Esponja, Gormiti o Dora la explotadora. Haciendo prácticamente imposible encontrar un muñeco que no reproduzca alguno de estos engendros. Estas navidades han sido Draculaura y las Barbies modernizadas de Monster High quienes han conseguido agotar existencias. Unas muñecas dirigidas a niñas de 6 a 10 años y que repiten hasta el hartazgo los trasnochados estereotipos de la feminidad adolescente. Para colmo, para conseguir este instrumento de adoctrinamiento infantil, los padres han tenido que guardar colas y vigilar las reposiciones en los grades almacenes con una sonrisa indulgente hacia el fetichismo de tu hija, que sueña con ser la más presumida del insti.
Draculaura y sus colegas. |
Y, por supuesto, las videoconsolas se han convertido en el juego por antonomasia, imprescindible en la integración y socialización de las criaturas. ¿Quién puede negarle a su hijo la Nintendo 3D por 150 euros? Así le tendremos arrinconado, bien calladito, tecleando mientras los coches de Mario se adelantan unos a otros o cuidan a su mascota virtual. Además, la 3 D debe desarrollar la inteligencia de los niños de manera extraordinaria, al fin y al cabo la vende Eduard Punset (quien con una sonrisa estúpida exclamaba “es como deberíamos ver todas las cosas”). A esto se suma el enfoque para toda la familia con el que se promocionan estas tecnologías, porque resulta difícilmente reprochable que un niño agote sus horas jugando en la videoconsola si el entretenimiento lo comparte con sus padres.
Desde esta perspectiva utilitarista, el juego y los juguetes deberían ser relegados tras la infancia y de hecho, aparentemente, este proceso se desarrolla cada día a una edad más temprana. Las chicas esconden las muñecas mucho antes de llegar al instituto y los chicos empiezan muy pronto a jugar al futbol con la intención de entrenarse. Ya no pierden el tiempo soñando o imaginando, sino que tratan de alcanzar logros y así conseguir el tan ansiado apoyo de sus padres. Pero, como hemos indicado, en una sociedad en la que se prolonga la adolescencia hasta la nausea, tan inmadura como para concebir la independencia a partir de los 30 años, el juego no se abandona sin más, sino que se sustituye el juguete por la perpetua interactividad de los cacharritos informáticos y los excitantes juguetes sexuales (esos pecadillos de la incentivada industria erótica, pues la colonización del imaginario hace tiempo que convirtió el sexo en mercado).
¿Será capaz de sobrevivir al totalitarismo el verdadero juego? Ese juego inútil, gratuito, superabundante de la infancia que convertía en un proscrito al tramposo. Esos ritos indescifrables para los adultos que embebían a los niños hasta olvidarse de la merienda. ¿Seremos capaces de preservar el tiempo suficiente para que nuestros hijos puedan habitar El país de los Juguetes que recreaba Collodi en Pinocho? Él lo describía así: Este país no se parecía a ningún otro país del mundo. Su población estaba compuesta exclusivamente por niños. Los mayores tenían catorce años, los más jóvenes apenas llegaban a los ocho. En las calles había una alegría, un estrépito y un vocerío como para volverse loco. Bandas de chicuelos por todas partes; unos jugaban a los dados, otros al tejo, otros a la pelota, unos montaban en velocípedos y otros en caballitos de madera; unos jugaban a la gallina ciega, otros al escondite; otros, vestidos de payasos, comían estopa encendida; unos recitaban, otros cantaban, otros daban saltos mortales, otros caminaban con las manos en el suelo y las piernas por el aire, unos rodaban el aro, otros paseaban vestidos de generales con un gorro de papel y un sable de cartón; reían, chillaban, llamaban, aplaudían, silbaban, imitaban el cacareo de la gallina cuando pone un huevo... En suma, un verdadero pandemonium, una algarabía, un endiablado alboroto, como para ponerse algodones en los oídos, so pena de quedarse sordos. En todas las plazas se veían teatrillos de lona, atestados de niños de la mañana a la noche, y en todas las paredes de las casas se leían inscripciones al carbón de cosas tan pintorescas como éstas: ¡Vivan los jugetes! (en vez de juguetes), no queremos más hescuelas (en vez de no queremos más escuelas), abajo Larin Mética (en vez de la aritmética), y otras maravillas por el estilo.