lunes, 16 de enero de 2012

Las nuevas variaciones de la servidumbre voluntaria


La mayoría de los análisis que se realizan en torno al proceso de servidumbre voluntaria en el que vivimos inmersos, señalan al miedo como el mayor impedimento para la búsqueda de la autonomía. De este modo, parece que tendríamos miedo a perder nuestro “nivel de vida”, esas pequeñas migajas que consiguen hacernos sentir socialmente integrados. Igualmente, el trabajador debería hacer frente al terror de perder su propio empleo cada vez que exige la mejora de sus condiciones laborales. Y, en definitiva, cada acto de rebeldía nos acobarda porque podría acarrear consecuencias que pueden empeorar nuestra situación y la de nuestra familia.
            Es cierto que continuamente se producen las represalias en el puesto de trabajo y que cualquiera que trate de alzar la voz y convertirse en sujeto político corre el riesgo de ser señalado, segregado e, incluso, perseguido. Sin embargo, actualmente no es el factor determinante, porque el miedo siempre puede superarse y, de hecho, se ha superado en situaciones mucho peores, cuando se ponía en juego la propia vida de quienes se enfrentaban a la injusticia. Además, la forja de los rebeldes no está aún socialmente mal vista y esto se puede ver en la valoración social que poseen movimientos contestatarios como el 15M. Por otro lado, la población ha podido comprobar que salir a la calle no significa convertirse automáticamente en un mártir, pues la represión violenta aún no se ha puesto realmente en marcha (aunque es probable que Rajoy se emplee a fondo en los próximos meses). Entonces, ¿qué es lo que nos está impidiendo en último término tener el coraje para liberarnos de esa esclavitud y afrontar el miedo?
            En el contexto de crisis sistémica actual, la servidumbre voluntaria no se sostiene exclusivamente sobre el miedo, sino sobre un sentimiento más ambiguo, el de la vergüenza. Los recortes que se están ejecutando se posan sobre una idea interiorizada en toda la población: “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”. Todos y cada uno de nosotros somos culpables, todos nos beneficiamos de un bienestar que era completamente ilusorio, de un nivel de vida insostenible y por eso ahora tenemos que pagar. La vergüenza es un sentimiento más persistente que el miedo, muy difícil de superar, algo íntimo e inalienable y que aumenta si se habla de él. Por eso la población no sólo acepta los recortes como irremediables, sino que en un afán de masoquismo aparentemente irracional, legitima su servidumbre y humillación participando en la pantomima de las elecciones. De este modo nos vamos precipitando en el calvario merecido donde debemos expiar las culpas o morir en el intento, arañando un poco más del dolor que ha de purificarnos.
            La vergüenza se ha convertido en el discurso fundamental que elaboran los políticos, los tertulianos, los periodistas y los espabilados de turno. Quienes nos gobiernan nos repiten una y otra vez su deshonra por no haber previsto la crisis, de ahí la inevitabilidad de los recortes a pesar del dolor con el que se llevan a cabo (¡hay quien los ha visto derramar lágrimas!). Nadie supo nada del desastre que nos está embistiendo de una manera inhumana, ya sólo podemos centrarnos en salvar a los más débiles mientras el resto lucha por garantizar su supervivencia (quién iba a decirnos que volvería el darwinismo social más zafio). Un ejemplo de esa usurpación de la dignidad social es el cospedaliano “Plan de garantía de los servicios sociales básicos”, que vuelve a hundir en la vergüenza a aquellos que tienen que recurrir a la caridad de los servicios del Estado. El mensaje de los medios se ha escuchado nítidamente: en lugar de ahorrar, hemos despilfarrado las riquezas que teníamos y encima tenemos la desvergüenza de exigirle más al estado. Y, para colmo, nuestras miserias y dolor cotidiano alimentan el espectáculo con imágenes de desahucios, manifestaciones, colas a las puertas del inem y padres de familia que suplican un empleo en una sucesión grotesca y caótica.
            Poco importa que busquemos a los culpables “reales”, porque ni los movimientos contestatarios son capaces de ir más allá del binomio banqueros/políticos en un exorcismo difícil de realizar de tan lejano que es nuestro enemigo. Sí, fueron ellos los que nos contaron la trola y los que se enriquecieron a nuestra costa. Pero fui yo y nadie más que yo quien se dejó engañar. La ignominia no cae sobre ellos, pues ellos sí que se han beneficiado y seguirán beneficiándose, sino sobre nosotros que fuimos usados como marionetas. Quitar la máscara al sistema y descubrir los engranajes ya no supone más que aceptar la humillación de haber sido esclavizado y, lo que es peor, la imposibilidad de subvertir esta situación. Estamos, pues, asistiendo a la nueva formalización del contrato social esclavista, la servidumbre aceptada de un proletariado que hace décadas que perdió su dignidad (concepto en desuso por motivos obvios).
            La tragedia cotidiana de cada familia genera una mancha difícil de purificar. El fracaso personal que supone estar en paro, no poder pagar la hipoteca, no llegar a fin de mes, no poder alimentar y vestir en condiciones a tus hijos ata de pies y manos a cualquier desgraciado. Y te hundes un poco más con esa conmiseración social de aquellos que te miran de reojo en el colegio cuando vas a recoger a los niños, mientras les oyes cuchichear “¡qué pena!”. Pero esa misma gente que humilla con su misericordia a los pecadores que se hipotecaron en un piso de 60 m2, piensan mientras tanto “cualquier día me tocará a mí y también me lo tendré merecido”. Porque aún estamos en “el principio del principio”, lo peor siempre está por llegar y será imposible eludirlo. Por eso no hay censura a las manifestaciones en defensa de la educación o la sanidad, todo el mundo las comprende como el lamento colectivo por lo perdido, aceptando que aún vamos a perder más.
            Además, la cadena de servidumbre que acarreamos no acaba en nuestro gobierno o nuestra hipoteca, sino que banca y políticos, a su vez están sometidos a los dirigentes europeos, a otros bancos, a los mercados y al omnipotente e insondable Capital.  Socavando, todo ello, un poco más nuestra autoestima y apretando hasta lo insoportable las cadenas (tan insoportable es que nadie es capaz de librarse, si quiera un rato, del discurso de la crisis). Como ilusos colegiales esperamos ansiosos las nuevas calificaciones que no hacen más que rebajarnos, preparando más castigos que profundicen en el aprendizaje  del sometimiento. Debe quedarnos claro que siempre se puede sacar peor nota y que todos tenemos que contribuir en la remontada.
            Aquel que es humillado y avergonzado no es capaz de hablar de aquello que lo atenaza, pues eso agrandaría el desconsuelo y lo señalaría públicamente. Tampoco puede revolverse contra aquello que lo ataca, pues le falta orgullo y dignidad suficiente para creerse en el derecho de defenderse. Además, cuando consigue identificar al enemigo, éste es tan totalitario que no merece la pena ir contra él (por eso cualquier persona mínimamente contestataria produce una mezcla de simpatía y tristeza, pues se niega a admitir lo irremediable). En esta situación, al tratar de concretar a quien nos atenaza, algunos se dirigen contra los más débiles y se vuelcan en posiciones de extrema derecha señalando a inmigrantes o dependientes. Muchas veces se acusa al agotado y humillado trabajador de refugiarse en el escapismo del espectáculo más execrable, pero tan sólo la evasión es capaz de calmar por un momento esa amargura que produce la hiel de la vergüenza. Y aún así, nos vamos hundiendo un poco más en el sillón mientras agachamos la cabeza.
            ¿Cómo recuperar la dignidad expropiada abandonando el solipsismo de la autocompasión? ¿Cómo fortalecer la lucha social que ha comenzado con el 15M para que logre deponer el sistema? En el momento en que fuimos desclasados (unificados en el falso concepto de clase media) y se nos engañó con la aparente igualdad de oportunidades, renunciamos a lo único que nos era propio y que era la identidad como desposeídos y la consiguiente solidaridad. Se trata ahora de reanudar dicha colaboración a través de estructuras alternativas, conscientemente marginales con las que recuperar no tan sólo el amor propio y la confianza en nuestras capacidades, sino la legitimidad a oponernos. Participar, pues, en todos los pequeños proyectos que están surgiendo al calor del 15M y que profundizan en la autonomía y la desobediencia al sistema, que tratan de generar economías alternativas basadas en el valor real del trabajo y la riqueza productiva. Además, hay que nombrar a la vergüenza y compartirla, porque eso nos puede permitir el convertirla en rabia contra aquellos que nos deshonran y humillan. Y entonces estaremos preparados para superar el miedo, para salir a la calle, abandonar el discurso paralizador del lamento para optar por la oposición clara a la estafa que estamos sufriendo, porque sabemos que el desgobierno de Rajoy será breve y lo que ha de venir no puede ser peor.

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